21/02/09
23:35
En viaje de Arica a Santiago (Chile)
Nos despertamos con los primeros rayos del sol, la verdad que el asiento del Cruz del sur era casi tan cómodo como una cama. La azafata nos sirvió un desayuno que a diferencia de lo que fue la cena, sí estuvo a la altura de lo que fue el mejor viaje que tuvimos desde que salimos de Argentina. Al rato nos bajamos en una especie de aduana donde nos revisaron para que no entremos frutas al departamento de Tacna.
Al costado de la ruta sólo había desierto, un desierto triste, un paisaje desolado. Llegamos a Tacna, nada cambió, la ciudad existe porque está en la frontera con Chile, en realidad es la última ciudad de Perú antes de entrar al país de Neruda, la frontera se encuentra unos kilómetros más adelante, en medio del desierto. Todas las fronteras tendrían que ser como la de La Quiaca y Villazón, es mucho más cómodo para los viajeros y más redituable para los pueblos.
El colectivo nos dejó en la terminal nacional, para viajar a Chile cruzamos la calle y nos metimos en otra terminal, la internacional, no era gran cosa pero al menos había un lugar físico desde donde se tomaba el transporte para viajar al otro país. Llevabamos unos cuantos días sin penar con los bolsos, como que extrañaba la incomodidad suprema de llevar esa porquería color negra debajo del brazo como si fuera un lechón robado, o sobre el hombro cual bolsa de papa. Ni bien entramos a la terminal empezó el inevitable acoso de remiseros que nos querían llevar a Chile a toda costa, a pesar de que una mujer nos aconsejó que fuesemos en un colectivo porque era más seguro y barato, no nos pudimos negar a los 10 soles que nos cobró nuestro chofer.
El auto en el que entramos a Chile era una especie de Cadillac color negro en el que seis personas podíamos viajar con relativa comodidad. El chofer tenía una terrible cara de mafioso, dos dientes de oro le agrandaban una sonrisa que a cada rato se esforzaba en mostrar. Yo iba adelante, del lado de la ventanilla, con el vidrio abierto, recibiendo en la cara los golpes de la arena oscura que lo cubría todo hasta más allá del horizonte, el chofer dijo que la próxima vez que pasasemos por ahí, -espero que sea alguna vez en la vida-, todo iba a estar sembrado de olivos, no sé si será cierto pero ójala que puedan sembrar algo en esa tierra árida.
Pasamos la frontera sin problemas todos los tripulantes del coche menos Alvaro, al que demoraron por entrar mermelada de coca a Chile, pero tuvo suerte y al final le permitieron entrar los frascos. Parece increíble porque el paisaje a ambos lados de la frontera es el mismo, y es el mismo el olor que flota en el aire, y el sonido del viento, pero se siente una diferencia abismal de un país al otro.
La ciudad de Arica estaba más o menos a la misma distancia de la frontera que Tacna, camino a ésta el paisaje del costado de la ruta es el mismo, llegando a ésta se ve una especie de autovía moderna que te deja en el aeropuerto, después de eso empieza la playa, la arena ancha y sucia, y el pacífico gigante y hermoso, tan calmo como lo indica su nombre.
Una vez dentro de la terminal, hicimos lo mismo que en Perú, nos fuimos caminando con los bolsos a cuestas hasta el edificio que estaba al lado. Allí nos encontramos con un pequeño problema, regresar a Argentina no era tan facíl como nos imaginabamos. Era un secreto a voces que la opción de recorrer alguna ciudad de Chile ya la habíamos descartado, se nos había hecho muy larga la estadía en Lima. Empezamos a averiguar cómo diablos volvíamos a nuestro país, allí empezaron los problemas con el cambio, con los horarios, con los micros. Una empresa que habíamos visto en Salta que hacía viajes desde Arica a esa ciudad Argentina, no atendía hasta la tarde, el único tipo que nos vendía pasajes a Mendoza, nos cagaba terriblemente con el cambio si pagabamos el billete en pesos chilenos y no en dolares, pero Alvaro no podía sacar dolares de esos cajeros de mierda que había en toda la ciudad.
Cambíamos los soles que nos habían sobrado del viaje por Perú y con los pocos pesos chilenos que teníamos dejamos los bolsos en un guadaequipaje y después nos fuimos a ver si podíamos sacar plata de algún cajero y comprar algo para comer. A pocas cuadras de la terminal, cruzando un par de calles, había una especie de fería donde supuestamente todo era barato, pero la verdad que no hay nada barato en Chile, el kilo de pan cuesta diez pesos argentinos, y lo mismo 100 gramos de queso, y ni hablar de una gaseosa. Compramos mortadela, queso, y unos panes, al rato encontramos un cajero y Alvarito pudo sacar plata, pesos chilenos, ningún cajero de Chile parece tirar dolares. Después de eso nos fuimos a la playa a comer los sandwiches al rayo del sol.
Empezamos a caminar descalzos por la arena sucia, la verdad que era un placer pisar el suelo blanco y pegajoso, el suelo lleno de sal de la playa, ese suelo tan distinto a las piedras horribles que lo cubrían todo en Lima. Nos moríamos de ganas de meternos a nadar pero como no sabíamos cuándo nos volveríamos a bañar, ni cuánto tiempo tendríamos que viajar para llegar a Argentina, nos tuvimos que conformar con mojarnos las rodillas. Después nos sentamos en la arena y estuvimos mirando las voluptuosidades de las trasandinas hasta que se hizo la hora en la que supuestamente, iba a haber alguien en la empresa que nos podía llevar hasta Salta.
Lo unico que conseguimos como respuesta del chabón que trabajaba en el lugar fue una espera de no sé cuantos días. Terminamos sacando un pasaje hasta Santiago que nos costó no sé cuánta plata, y que no salía hasta las 11 de la noche. Salimos de la terminal para conocer un poco el fantasmal pueblo, nadie nos sabía decir dónde quedaba el centro, salimos para un lado pero nos dimos cuenta de que le estabamos errando feo, después volvimos a la terminal y nos metimos en el “Shop”, el lugar más bizarro y siniestro que hemos visto en el viaje. Un shoping abandonado que parece salido de una película de David Lynch. La verdad que era por demás de tenebroso caminar allí dentro, entre negocios espectrales que vendían cosas que hace 20 años dejaron de existir, y un local vacío al lado del otro.
Nos fuimos medio asustados del lugar, y preguntando, y preguntando, y preguntando, y no obteniendo nunca una respuesta clara, llegamos hasta la peatonal, el famoso centro que nadie nos sabía o quería, explicar dónde quedaba. Allí cambiaba mucho el aspecto de la ciudad, y Arica se convirtió de golpe en una urbe moderna y consumista, con locales de comida rápida, casas de electrodomesticos, y más maravillas del neoliberalismo. Quisimos entrar a comer unas salchipapas a uno de esos fast food, pero estuvimos como media hora parados y nadie nos atendió, no sé si nos tenían miedo o si se burlaban de nosotros, pero hacían de cuenta como que no existíamos.
Se nos hizo de noche deambulando por el lugar, al marcharnos empezamos a preguntar por algún supermercado y otra vez la misma historia, nadie nos entedía o no nos querían entender. Seguimos el rastro de algunas viejas caminando con bolsas llenas de mercadería y llegamos a un bolichito en el que no encontramos lo unico que fuimos a buscar, fiambre. Compramos por no se cuanta plata una botella de agua, teníamos agua y pan para un viaje que nos dijeron que iba a durar 32 horas.
Finalmente y aunque parezca mentira, después de pasar por varios negocios y sólo conseguir agua barata en uno, entramos a una panaderia y vimos que allí sí vendía fiambre; inentendible. La fiambrera dejaba mucho que desear y en vez de darnos 100 gramos de cada cosa nos había dado 100 pesos, una misería, tuvo que hacer todo de nuevo pero no nos importo, porque al menos ibamos a viajar con algo en el estómago.
Nos hicimos los sandwiches mientras esperabamos el micro, despúes de una visita obligada y bastante cara al baño, nos embarcamos en esta mole con ruedas en la que vamos a pasar una noche larga y un domingo mucho más largo aún. Parece mentira pero no veo la hora de estar en mi casa.