jueves, 6 de agosto de 2009

Cuando pase el temblor







05/02/2009
22:46
La Quiaca

El sol no sale muy temprano en Tilcara, como a las seis y pico de la mañana me levanté a orinar y tuve que esforzar la vista para salir del cuarto oscuro y caminar en el patio hasta uno de los baños, y después volver a la pieza. Hacía mucho frío a esa hora. A las 8 dejamos los bolsos al cuidado de un pibe al que despertamos a timbrazos, y emprendimos la escalada de 4 kilometros, sin tener mucha idea en realidad, de lo que significaba escalar una montaña.
Estaba nublado, nos fijamos en un mapa que no era más que una fotocopia medio borrosa, cuál era el camino que teniamos que seguir para llegar a La garganta del diablo. Todavia no habíamos salido de la ciudad y ya estabamos muertos de cansancio, el estado físico de los dos es deplorable. El aire de la mañana era bastante fresco, el sol todavía estaba escondido atrás de unos nubarrones que flotaban sobre la quebrada que todo lo rodea. Dejamos atrás los últimos vestigios del pueblo y caminando por piedras y polvo, nos adentramos en la montaña siguiendo unos carteles bastante precarios.
No sé cómo hicimos para subir, hubo un momento que coincidió con el instante en el que el sol de adueñó por completo del cielo, en el que parabamos a descansar cada 20 metros, por suerte llevabamos bastante agua, y las camaras de fotos para hacernos creer a nosotros mismos que no siempre nos deteniamos a descansar, si no que a veces, lo haciamos para fotografiar el her-moso paisaje. El esfuerzo y el dolor valían la pena porque nuestros ojos no podían dar credito a lo que veían, el paisaje en el lugar es impresionante como toda la quebrada, y un poco más tambien. Allí, los dos solos en medio de la montaña, nos sentiamos completamente acomplejados y felices ante tanta inmensidad y tanta belleza. Cerros de mil colores, paredes de roca que se quiebran y vuelven a nacer tras un precipicio que las separa, cactus que nacen de la nada en lo más alto de una montaña que es sólo piedra de la más dura.
Llegamos a la garganta y no había nadie allí, no controlamos el tiempo pero subimos bastante rapido, sobre todo teniendo en cuenta nuestro penoso estado. La garganta en sí no vale nada, al menos en esta epoca de sequía, pero el paisaje que se puede contemplar alrededor de ésta, justifica todos los sacrificios. Fuimos durante un buen rato los dueños del lugar, nos movimos a nuestro antojo por zonas en las que quizás no se puede andar si estan alli las personas que vigilan pero que aun no habían llegado. Nos pasaron en el camino de ida y cruzamos en el de vuelta, un par de lugareños que con un burro de tiro, o a caballo, se dirigían quién sabe a qué sitio. Parece mentira que alguien pueda vivir allí, en medio de la montaña.
Ya estabamos por emprender el retorno cuando a lo lejos, pudimos vislumbrar las siluetas de un par de pibes que se disponian a hacer lo mismo que habíamos hecho nosotros, habernos levantado temprano fue un gran acierto, la garganta es un lugar para disfrutar en soledad. El regreso fue un placer, ver las caras de pena que tenían quienes hacían el derrotero que nosotros habíamos padecido un par de horas antes, nos llenaba de satisfacción. Por esos milagros de la tecnología, en el medio mismo de la nada, el bandoneón de Piazzolla que vive dentro del celular que yo llevaba en la mochila, me avisó que había recibido un mensaje.
El micro que nos tenía que llevar a La Quiaca llegó con demora, antes comimos un sandwich en una fonda, la milanesa mía era casi invisible. Camino a La Quiaca el paisaje cambía, se termina la quebrada y empieza la puna, mucho menos bella y un tanto triste. Al costado del camino se ve algún pueblo perdido, alguna mina o yacimiento de algo, algún río seco, y alguna canchita de fut-bol perdida en medio de la nada, con el campo de juego tapado por cactus y el más seco de los pastos, pero con un buen par de arcos de fierro como los que nunca hubo en las canchitas de Casares.
Cuando entramos a La Quiaca me dio la impresión de haber entrado a alguna ciudad de la provincia de Bs As: Asfalto, casas pintadas de blanco, las montañas que de repente desaparecieron. Pero en la terminal todo cambió. La primera impresión que uno se lleva allí es un susto enorme, un fuerte sacudón. Hay tanta gente que se baja de micros que no se sabe de dónde llegan, tanta gente tirada en el piso, tanta chola con bolsos, y bolsos, y más bolsos, tanto vendedor de anda a saber qué cosa, que se hace difícil pensar y respirar. No hay ni una oficina de turismo ni de nada, después de un rato de desconcentración y abatimiento, dejamos los bolsos en un guarda equipaje y salimos caminando rumbo a Bolivia. Preguntamos un par de veces dónde quedaba la frontera y después de caminar algo así como diez cuadras, cruzamos a la republica de Evo Morales.
El cambio de un pais al otro es total, casi siniestro, parece increible que con un par de pasos uno pueda pasar de un mundo a otro. Villazón, el pueblo fronterizo de Bolivia, es una especie de mercado gigante y constante, donde se vende de todo a los gritos, como se venden los pasajes de micro en la terminal, y como se deben de vender todas las cosas en Bolivia. No recuerdo si pregun-tamos por la terminal o si la encontramos solos, caminando, siguiendo el derrotero interminable de los negocios de mercachifles. No conseguimos micro a Uyuni y la estación de trenes estaba cerrada, calculo yo que va a ser imposible conseguir un pasaje en tren.
Las calles en Bolivia son sucias como un basural de acá de Argentina, y eso que este país no es muy limpio que digamos tampoco. La gente tira la basura en la calle sin que les importe nada, y se pueden ver a los cerdos comiendo en una esquina los restos de papeles que alguna vez deben de haber envuelto alguna comida. El olor que hay no llega a ser nauseabundo pero es fuerte y muy hediondo, quizas sea un poco de la coca que mastican hasta el cansancio y luego escupen, y de algo más. El olor de la gente es fuerte tambien, no creo que sean muy adeptos al baño. Tampoco se ven muchos turistas del lado boliviano, eso en parte es un alivio porque ya estaba cansado de verles las caras a los porteños con mochilita y rastas que se la dan de superheroes en el norte argentino.
Encontramos hospedaje barato una vez más, un cuarto de cuatro camas al precio de uno de dos. Para reforzar mi teoria de que la gente se baña poco en estos lados, casi me electrocuto al intentar acomodar una ducha plastica y electrica, parecida a un colador, de la que salía un chorrito de agua ínfimo y helado. No cenamos, intente comprar un poco de fiambre en un almacen pero la vieja que atendía me tuvo media hora parado como un estúpido para después decirme que la chica del fiambre no estaba. De la rabia volví al hostel y ni intenté buscar otro lugar en el que en-contrar algo de comida. La idea es salir a las 7 de la mañana de acá, y aprovechando la diferencia horaria que hay con Bolivia, tomar el micro de las 7 a Uyuni, pero Alvaro no se siente muy bien, que no haya comido ni roto las bolas para comer es un sintoma de que quizas mañana nos ten-gamos que quedar de este lado otra vez.

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