10/02/09
23:03
Copacabana (Bolivia)
Lo primero que vi de La Paz fue la gigantesca fábrica de cerveza Paceña, no tomamos ni un trago del nectar de los ignorantes desde que salimos de Casares, no extraño por suerte el sabor rústico de la birra. Me imagino que la Paceña debe ser como la Diosa y un poco más fea tambien, por lo que he visto en estos días, en este país la cerveza se toma caliente, deben disfrutar el olorcito a orina de la cerveza tibia. La terminal estaba muy cerca de la fábrica, o al menos eso creo, ya que todavía no había amanecido del todo, eran las seis y pico de la mañana, y estaba medio atontado y soñoliento por el viaje. Nos bajamos y entramos a la misma para orientarnos un poco y despabilarnos. Fue bueno ver que la terminal no era tan grande como la de Bs As, el edificio es bastante sencillo pero lindo, estaba lleno de gente sentada en una cantidad interminable de bancos, todos concentrados en las imágenes que pasaban los televisores, como felices de poder disfrutar de la magia de la tv. Lo primero que buscamos fue un baño, y previo pago de los para nada simbólicos 50 centavos, dejé en un mingitorio la orina que arrastraba desde las 8 de la noche del día anterior.
Recorrimos un poco el edificio, nos aturdíamos con los gritos de los vendedores que ofrecen pasajes para cualquier rincón del país. Una pobre viejita entró caminando cómo podía al lugar, y antes de que pudiese dar dos pasos, la abordaron media docena de vendedores y vendedoras y empezaron a tironearla y a tratar de convencerla, siempre a los gritos, de que viajara en la empresa para la que ellos trabajaban. No les interesaba el destino de la vieja, ni si en realidad quería viajar o había entrado a ver un poco de tv gratis. Anda a saber dónde terminó la pobre mujer. La cabina de información turistica abrió a eso de las siete y fuimos los primeros clientes de una boliviana que nos explicó más o menos bien, los lugares que había para visitar en lo ciudad y lo que más nos importaba a nosotros, cómo hacer para llenar a Tiahuanaco. Dejamos los bolsos en un guarda equipaje y con las mochilas a cuestas salimos de la terminal y cruzamos la calle para tomar un bondi o taxi que nos llevara hasta el cementerio, que era el lugar desde donde se hacían los viajes a Tiahuanaco.
Paramos una camionetita chiquita, una combi parecida a la que nos había llevado a hacer la excursión a las minas de Poposí el día anterior. Nos salió más barato el viaje al cementerio que el baño de la terminal. No sé si las calles tienen mano y contramano en La Paz, pero nadie lo respeta, el tránsito era un caos ya en las primeras horas de la mañana. Mientras hacía el recorrido, el chofer de esa especie de mini bondi cambiaba los carteles que indicaban la ruta que hacía, según se le antojaba, o según la cara del pasajero que esperaba en las veredas. Nos dejó en la zona del cementerio, y antes de que pudiesemos preguntar nada, ya estabamos dentro de una trafic y habíamos pagado un par de bolivianos para hacer los 70 km hasta las ruinas de lo que alguna vez fue Tiahuanaco.
Vimos por primera vez la inmensidad de La Paz cuando estabamos saliendo de ésta, y la ciudad era como una maqueta gigante puesta a exhibir en las montañas. Parecía que un ser sobrenatural y enorme hubiese arrojado desde el cielo cada vivienda de ladrillos sin revocar sobre las laderas de los cerros sobre los que está construida la urbe, y así como caían, una sobre otra, de costado, patas para arriba, la ciudad hubiese quedado armada. La trafic no iba llena, se alejaba sobre una especie de autopista, luchaba cómo podía contra el tránsito. De repente paró en una calle y cuando quisimos acordar, el vehículo estaba rodeado de una pila de camionetas iguales, y el chofer de la nuestra, y los choferes de todas las demás, empezaron a llamar pasajeros a los gritos. Parecía que la trafic nunca iba a llenarse, cuando veíamos que sólo faltaba ocupar un asiento, el chofer hacía entrar a un pasajero y de la nada, desplegaba una nueva butaca, hizo eso hasta que en el transporte no cupo un alma más. Al costado, en la calle, en las veredas, cientos de cholas tiradas en el suelo, sobre mantas, vendían tanta fruta y verdura como les era posible, siempre tiradas en el piso, siempre a los gritos, sin balanzas, sin registradoras, sin nada más que sus manos.
Arrancó, poco a poco se fue alejando de la ciudad, fue dejando atrás un complejo de la fuerza aerea boliviana, y los últimos galpones y negocios. Era la primera vez que veíamos el asfalto de las rutas bolivianas, y era la primera vez, a pesar de la altura, que veíamos un paisaje más o menos parecido al de nuestros pagos, es decir, un paisaje feo pero con su encanto. Había pasto, algunos animales, casas en medio de lo que supongo que llamaran campo o afueras de la ciudad, plantaciones de algo que no es coca pero que no es nada que hayamos visto alguna vez sembrado en campos de Argentina, carteles de apoyo a Evo Morales, carteles contra Evo.
Nos dejaron en la entrada a Tiahuanaco, parecía que nos habíamos bajado en el acceso principal de cualquier pueblo de la ruta 5, cercano a Casares, esos que tienen una larga entrada asfaltada y después sólo unas cuantas calles de tierra, casas viejas alrededor de la plaza, y un boliche de mala muerte para tomar un vino y pasar las horas más pesadas del día para un hombre de campo, las que debe padecer desde el momento en que deja de laburar, hasta la hora de la cena. El pueblo era medio así, muy parecido a los pueblos de Argentina, aunque tiene dos museos arqueológicos y dos complejos de ruinas de una cultura preincaica de la que no quedó nada en el lugar, a no ser el color de la piel de las personas que habitan Tiahuanaco.
Caminamos un par de kilometros por el asfalto maltrecho del acceso a la ciudad hasta que entramos al pueblo. Guíados por el instinto llegamos hasta la plaza, la misma es hermosa, no tiene un solo arból, ni una fuente, ni una hamaca, pero en deredor de ésta hay esculturas zoomorfas, y en el medio tiene una especie de galpón con unos bancos en los que supongo que la gente se protegera de la lluvia, y está rodeada de una iglesia antigua y de casas bajas y viejas, pero pintadas con colores alegres. Entramos a la municipalidad para averiguar cómo llegar a las ruinas, nadie nos supo decir nada, preguntandoles a un par de lugareños nos guíamos un poco, y siguiendo una calle perpendicular a esa especie de avenida por la que habíamos entrado, llegamos a un museo.
El precio para visitar los dos complejos de ruinas y los dos museos, era de 80 bolivianos, nos pareció exhesivo, intentamos regatear, intentamos pagar en pesos argentinos, intentamos dar lástima, pero el cholo que vendía los tickets era inconmovible e incorruptible, así que con lo justo juntamos la plata y empezamos la excursión por el lugar. Allí mismo estaba el primero de los museos, el lítico, que tenía esculturas, cráneos perforados, momias, utencillos y armas, vestimentas, artesanías, cerámicas. Estaba bastante completo, tuvimos una discusión con un boliviano que vigilaba y cuando nos descubrió sacando fotos empezó a los gritos, me negué a hacerle caso sin que antes me explicara por qué no se podía tomar fotos, no supo decirme y para no renegar sólo tomamos fotos a escondidas después.
El ticket mostraba cuatro lugares para visitar, después pasamos al primero de los dos com-plejos de ruinas, el más lindo y mejor conservado. La verdad que fue bastante impresionante ver las construcciones y excavaciones que mostraban parte de lo que fue esta cultura bastante olvidada, poco conocida y misteriosa. Yo sólo tenía datos del lugar por la canción de Victor Heredia, los chicos argentinos con los que hicimos la excursión en Uyuni nos hablaron del mismo, y ahí lo incluímos en el itinerario aleatorio e instintivo que venimos llevando desde que salimos de Casares. El lugar fue un centro religioso, había un templo grande, otros más pequeños, uno subterraneo, estaban la puerta del sol, la puerta de la luna. Entre los huecos de una de las paredes había una especie de conos, de cornetas que servían para amplificar las voces de los sacerdotes en las cere-monías, hablé por ahí pero no me salieron palabras, sólo unos balbuceos y gemidos, y después la risa.
Dejamos éstas ruinas y nos fuimos al museo arqueológico, camino a éste un lugareño que venía pedaleando a fondo en bicicleta por entre la tierra seca y las montañas de cascotes, se bajó de la bici casi de un salto al lado nuestro, y empezó a ofrecernos unas esculturitas de los monólitos que había en el lugar, y estrellas y cosas así. Yo desistí desde un primer momento de hacer compra alguna, Alvarito con una aptitud que me dio vergüenza, la sacó por cinco blolivianos tres artesanías, cuando en un principio el tipo le había ofrecido sólo una a quince. Llegamos al otro museo, en éste lo único que había para ver era el Bennet, un monólito gigante, de más de siete metros, descubierto por un arqueologo yanqui con ese apellido. El ícono es impresionante, un bolita nos vigiló para que no le tomemos fotos, yo saqué un par pero no salieron porque todo estaba oscuro en la sala donde se lo exhibe. La verdad que el Bennet es impresionante, increible que se conserve casi perfecto, y más increible aún que el que lo descubrió no se lo llevara para su país. Sospechó que no nos dejaron entrar a las demás salas y que después, cuando llegaran al lugar los contingentes de turistas europeos que en ese instante estaban viendo las ruinas, abrirían las puertas para éstos y sus euros.
El otro complejo de ruinas era más que nada piedras excabadas sacadas a la superficie, igualmente como que fue lo más místico del lugar. Estuvimos un buen rato ahí, solos por suerte porque los turistas ricachones estarían viendo lo que no nos dejaron ver a nosotros los sudacas secos en el museo arqueológico. Cuando nos ibamos justo pasaba por la ruta una camioneta como la que nos había llevado al lugar a la mañana, cuando nos vio ya había pasado pero frenó de golpe y en ésta nos subimos para volver a La Paz. No sé por qué, quizás por un seguro o para no hacerse cargo de algo, te hacen llenar un papel con tu nombre, documento, y nacionalidad, cada vez que viajas en Bolivia. Yo ya cansado del nombre y el DNI que tengo desde que nací, a veces los cambíaba, pero no sé por qué, siempre puse que era argentino en el casillero de la nacionalidad.
Nos dejó en la autopista de la entrada de la ciudad, justo donde horas atrás el chofer había parado para llenar la trafic de pasajeros antes de viajar a Tiahuanaco. Nos bajamos, cruzamos la calle, los taxis y buses, y trafics que nunca paran de ir y venir. Nadie tiene auto particular en La Paz, supongo que habrá uno cada dos mil en relación con el transporte público, pero todos, absolu-tamente todos, viajan arriba de algo, y eso hace que el tránsito sea impresionantemente terrible. Como siempre, nadie nos sabía decir qué camionetita teníamos que parar para que nos llevara hasta el centro, una chica bastante joven y atenta que vendía algo en uno de los infinitos puestos para vender que había en la zona, me indicó más o menos qué debía tomar, cruzamos unas calles, paramos una par de camionetitas, hasta que la correcta nos cargó medio a la fuerza; si no ibamos para dónde iba ésta, igual hubiesemos tenido que viajar hasta algún lado.
Los bolivianos nos miran raro a los extranjeros, tal vez sea porque nosotros, sin ser rubios ni lindos, ni nada por el estilo, nos diferenciabamos mucho de ellos, no porque fueramos super blancos, ni altos, ni esbeltos, pero la gente acá es toda muy parecida, tiene el mismo color de piel oscura, el mismo corte de pelo, las mismas caras sin barba ni bigote en los hombres, pareciera como que todos fueran parientes, o descendieran de un mismo hombre. La verdad que salvo cuando ellos nos lo hacían notar, cobrándonos más caro algo, o no dirigiéndonos la palabra, o mirándonos feo y con desconfianza, nosotros no nos sentíamos extranjeros nunca; es más, yo pienso que de Mexico para abajo todos somos iguales, todos hemos sido y somos sometidos por el mismo yugo, a todos nuestros antepasados los mataron los conquistadores, y a nosotros y todos nuestros descendientes, nos van a matar el imperalismo yanqui, y los gobernantes alcahuetes e incapaces de cada país de latinoamérica.
En ese viaje de las afueras al centro de La Paz, con el sol enorme y abierto en el cielo, como estirado en el firmamento y cerca de los cerros, pudimos contemplar con mejor precisión lo que ya habíamos vislumbrado en las primeras horas de la mañana, la solemnidad enorme de la urbe, la maqueta en 3D que formaban esas casas sembradas a los apurones, o caídas como una lluvia de granizo, en las montañas. Me preguntaba cómo harían para llegar hasta allá arriba los que vivían en lo más alto, me imaginaba a mí mismo viviendo ahí, teniendo que subir todas las noches en bicicleta hasta lo más alto, muerto de cansancio después de un día de trabajo. A medida que nos acercabamos al centro, el tránsito se hacía más y más complicado. En la trafic o mini bus, o lo que fuera que nos llevaba, había colgado de la puerta una especie de boletero y llamador, que te cobraba el pasaje y además a los gritos, iba diciendo a la gente que esperaba en los cordones de la vereda cuál era el recorrido que el vehículo hacía. Todos los demás transportes tenían a alguien haciendo el mismo trabajo, por lo que los decibeles de la ciudad son bastante altos. A cierta gente que está desprevenida la cargan de prepo dentro de la camioneta y tienen que sí o sí pagar algo o hacer unas cuadras antes de bajarse. Igual los bolivianos son bastante cómodos, muchos subían al vehículo para hacer menos de cinco cuadras.
Nos bajamos en el centro, en el centro historico según nos habían dicho en la oficina de turismo en las primeras horas de la mañana. La verdad que no había mucha diferecencia entre el centro historico y el comercial, todo era parte de una misma calle que se prolongaba. Queríamos llegar a una plaza que figuraba en el mapa, y veíamos que era sólo un bulebarcito, queríamos llegar a algo, pero no era lo que imaginabamos. Comimos pollo frito con banana frita en una especie de Mc Donals boliviano, fue lo más racional que pudimos comer, no tanto por el precio sino más bien por la clase de comida que consumen en este país. Nos trajeron un cuarto de pollo frito en una bandeja, con un puñadito de papas y un culito de banana, Alvaro se quedó esperando los cubiertos, yo le avisé que no se comía con cubiertos, él no lo creyó posible y le exigió cuchillo y tenedor a la mesera, consiguió que se le rieran en la cara. El pollo, aunque le sacamos el cuero, era una especie de bomba que uno le echaba al estómago, la banana era incomible.
Recorrimos unas ferias, anduvimos por el estadio nacional, ese donde juega la selección de Bolivia. No sé si lo de la altura será un mito, pero nadie en el mundo tiene un estado físico tan penoso como nosotros y eso no nos impedía andar todo el día, muchas veces sin comer, muchas veces sin dormir. Ojala que cuando a billetito Messi, a Mascherano y 10 más, y a todos los millo-naritos del ahora poderoso y villano Maradona, les toqué venir a jugar acá, los bolivianos les metan 6 goles. Teníamos que volver a la terminal porque no llegabamos a tomar el micro, o la combi, o lo que fuera que en el cementerio nos iba a llevar hasta Copacabana. Empezó una peripecia terrible, primero para tomar un bondi que nos llevara hasta la estación de colectivos, y después para tomar un taxi que nos llevara al cementerio, y despúes para tomar una trafic que fuera hasta Copacabana, y despúes para salir de la ciudad. Ni el más imaginativo entre los fantasiosos, se puede llegar a dar una idea remota de lo que era el tránsito en la ciudad a esas horas de la tarde. Pareciera que cada habitante de La Paz tiene su propio vehículo y que lo usa de transporte público para que en éstos viajen los extranjeros como nosotros que como no tenemos nada que hacer con nuestras vidas, queremos llegar a tomar un mini bus a otra ciudad teniendo menos que el tiempo justo para hacerlo.
Los bocinazos te dejan sordo, los gritos del que vende el viaje tambien, la fila interminables de bólidos avanza a paso de hombre por calles que siempre van en subida, y se cruzan con una, y otra, y otra marcha de gente que pide algo, o que quiere sacar a alguien de algún lado. Desde arriba de un bondi que, debo reconocer, era bastante pintorezco, vimos a un par de los flacos con los que habíamos estado ayer en el hotel de Potosí, aunque lo más insólito no fue eso si no que ellos nos vieran tambien y nos saludaran en medio del caos impresionante del centro.
Llegamos al cementerio después de tomar un taxi que estuvo como 20 minutos detenido porque la fila infinita de vehículos no avanzaba, es más, parecía retroceder cada segundo un poco. En las calles no hay semafóros, no existe el mano y contramano, es un poco cómico, pero el problema nuestro era que teníamos prisa. Llegamos al cementerio y empezamos a buscar algo que nos llevara hasta Copacabana, dimos vueltas como locos en un lugar por el que apenas se puede caminar por la cantidad de gente que hay en la calle, y sin saber muy bien cómo, encontramos una combi grande y bastante cómoda, -eso nos pareció en un principio-. Subimos los bolsos arriba de la misma y junto con los bolsos y mochilas de otros turistas, y los bultos y más bultos de las cholas, los taparon con una lona y los ataron con una soga arriba del techo de la camioneta. La comodidad aparente iba desapareciendo a medida que más y más gente entraba al vehículo, pese a todo yo me las ingeniaba para estirar las piernas.
Vimos por última vez la ciudad de La Paz mientras el sol poco a poco empezaba a esconderse, el último vistazo de la urbe enorme, cada vez más grande y más ilógica, acogida por las montañas, nacida sin querer entre éstas, fue inolvidable. Después de nuevo la peripecia, el dejar la vida en manos de un chofer que escuchaba música lugareña, -esas cumbias, aburridas como todas las cumbias, y sin bajo-, a todo volúmen. Vimos un par de accidentes en medio de un tránsito cada vez más implacable, vimos autos venir cubiertos de nieve mientras a nosotros nos golpeaba una lluvia fuertisíma, otra más, la misma que nos viene siguiendo desde que salimos de Bs As y que no nos deja tranquilos. Por allá se terminó el caos y el chofer aceleró a fondo por una ruta que por momentos era empinada y por momento llana y limpia.
La luna nacía de entre el lago, se reflejaba joven y virgen en las aguas interminables del Titi Caca. La leyenda cuenta que el primer Inca nació allí y puede ser verdad, la ruta costeaba el lago, ese océano de agua dulce clavado entre montañas. Sin tener la menor idea de lo que teníamos que hacer, en un momento nos hicieron salir de la camioneta, y nosotros, medio soñolientos como estabamos, cuando quisimos acordar estabamos pagando 75 centavos y cruzando el lago en una balsa bastante precaria y viendo cómo en otra, cruzaba la camioneta nuestra, y cómo de frente, cruzaba un colectivo de los grandes, con las ruedas de atrás fuera de la misma y casi tocando el agua del Titi Caca.
Llegamos a un pueblo que era todo noche y allí esperamos la trafic, sentados en la plaza, con algo de frío, y con la incertidumbre de no saber si la balsa aguantaría el peso del vehículo y del chofer, y de los que se habían quedado adentro del mismo. Todos cruzaron bien, nos subimos de nuevo, no les cedimos los asientos a las cholas que viajaban con garrafas, un bolsón de rollos de papel higiénico, y cinco o seis muchachitos cada una. El viaje hasta Copacabana no se hizo muy largo. Llegamos a la ciudad, no nos habíamos bajado de la camioneta y ya una pila de muchachitos nos ofrecían hospedaje, nos fuimos al que nos daba el precio más barato y encima nos hacía rebaja. El lugar era bueno, tres camas, baño privado, hasta demasiado lujoso para nosotros.
Dimos unas vueltas por la ciudad, ya sabemos cómo es el tema para ir hasta la isla. Copacabana tiene la suerte de ser el lugar que más cerca está de la Isla del sol, pero en sí, la ciudad parece no valer nada. Me bañé con agua tibia, un milagro en este país, pero igual fue un baño rápido, porque ver esa ducha electrica, con cables pelados que el agua salpica una y otra vez, me daba cagazo. Mañana a la noche esperamos dormitar en la isla y tenemos la fantasía, -no creo que se pueda-, de cruzar el Titi Caca y llegar a Perú por agua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario