viernes, 7 de agosto de 2009

Sol de Alto Perú










07/02/2009
21:51
Uyuni (Bolivia)


A las siete de Argentina salimos para Bolivia, a las siete de ese país nos teníamos que tomar el colectivo que nos iba a traer hasta Uyuni. Por consejo de los pibes de Pergamino paramos en migración y nos dieron un papel en el que dan por sentado que entramos a Bolivia, una pavada total, el trámite nos habrá llevado media hora, casi todo de cola. Me olvidé el bolso del lado argentino y tuve que pegar la vuelta e irlo a buscar. Llevarlo es insoportable. El primer colectivo que tomamos tenía las cubiertas lisas como las de un formula uno, tan lisas que en algunos tramos se veían los hilos y alambres que éstas llevan adentro del caucho. No hay asfalto en este país, el colectivo salío muy rápido por un camino de tierra dura y piedra, cruzó un par de ríos secos y un par de ríos con agua, empezó a subir montañas, atravezó algunos pue-blitos de casas de barro y paja. A mitad de camino, en uno de esos pueblitos de mala muerte, se subió una chola y empezó a gritar que vendía humita. Tenía en las manos una bolsa llena de choclo hervido y mezclado con algo, envuelto en la chala. Parecía un alfajor y el olor que largaba era repugnante y nauseabundo, quizás el más asqueroso que sentí en la vida. Los bolivianos que viajaban en el micro, que eran todos los pasajeros menos nosotros dos, se abalanzaron sobre la mujer y de a cinco o de a diez, le sacaron toda la mercadería de las manos. Nosotros hacíamos fuerzas para no descomponernos ahí mismo, el olor era un ente con vida propia que en cuestión de segundos se adueñó del aire, era imposible respirar sin sentirlo. Yo cometí la estupidez de ver cómo un boliviano metía sus manos sucias entre la humita, y después se metía la humita a la boca, el asco que sentí es indescriptible; se comen hasta la chala.
Llegando a Tupiza vimos un micro desbarrancado un poco más debajo de la montaña, a mí no me asutó, por el contrario, me pareció gracioso, pero lo díficil del camino todavía estaba lejos de aparecer. Llegamos a la terminal, nos cambiaron de micro, el otro al que subimos no era mucho mejor que el que dejabamos, pero por lo menos habíamos sobrevivido al olor de la humita. Re-cordé a los muchachos de Pergamino que tenían pensado hacer noche en el lugar. Me reí con ganas imaginandolos luchando por clavar las estacas de la carpa en el árido suelo de Tupiza, el frío que hace de noche por estos lados es terrible.
Me metí a mear a un baño y quisieron cobrarme cincuenta centavos, me hice el desenten-dido y apuré el chorro por las dudas, igualmente, después, al subir al micro, tuvimos que poner un boliviano con cincuenta cada uno por un supuesto derecho de terminal. Algo irrisorio porque al micro lo tomamos en la calle, a cielo abierto, al costado de las boleterias.
La cantidad de equipaje con la que viajan las personas de éste país es algo de no creer. Llevan cada uno por lo menos tres o cuatro bultos, llevan bolsas arpilleras gigantes llenas de no se sabe qué cosa, llevan garrafas, ropa, comida, bolsas de papas y de choclo, colchones. Nosotros metimos nuestros bolsos con los bultos de esta gente, nadie los numera ni les pone ningun tipo de identificación, a pesar de sus defectos, los bolivianos parecen ser las personas más honestas del mundo. Igualmente debe ser raro para ellos distinguir cuál de todos los bultos les pertenece, porque la mayoría son iguales.
El colectivo iba lleno hasta las manos, una vez que se ocuparon todos los asientos empe-zaron a pasar para el fondo una persona tras otra, cada cual con sus respectivos bultos. Yo iba del lado del pasillo y se me sentó en el medio una chola con un bebé colgado en la espalda que no me dejó moverme ni un centimetro durante todo el camino hasta Atocha. Cada tanto el bebé me apoyaba la cabeza hirviendo en el brazo, el craneo redondo del chiquito quemaba impresionante-mente. Iba gente parada, algunas mujeres acostaban a sus hijos en los compartimientos del equi-paje. Había gente que viajaba con perros y con gallinas, los perros andaban sueltos por debajo de los asientos y cada tanto te hacían cosquillas en las patas.
Llegar a Atocha fue una experiencia terrible, hermosa y siniestra a la vez. El colectivo atraviesa una montaña tras otra como si fuera una mula, las pasa por el medio por caminos en los que apenas cabe. Cada tanto parece que va a desbarrancarse, cada tanto uno se ve en el precipicio, sobre todo en lo más alto de estas montañas de más de 4000 mts de altura, cuando se cruza otro colectivo que viene bajando, o unas siete u ocho cabras que no se sabe de dónde salen, o se larga a llover torrencialmente.
Se ven pueblos de no más de diez casas como nacidos con la montaña misma hace millones de años, perdidos en el medio de la nada, en el verdadero medio de la nada. Se ven cementerios hermosos y tristes, con las tumbas como clavadas de costado en las laderas, siempre en lo más alto de la montañas, a punto de caerse. Uno llega a pensar que si el micro pasa demasiado cerca de éstas, los cajones podrían llegar a desenclavarse y una lluvia de cadáveres podría llenar de huesos el camino. El paisaje es alucinante, el famoso Alto Perú que San Martín, - con toda la razón del mundo-, no quiso atravesar para liberar America es lo más inhospito que puede existir. Mon-tañas, montañas y más montañas, pasto seco que ningún ser vivo puede llegar a comer, creciendo quién sabe por qué en medio de éstas, las nubes más negras y más feas del universo tapando el cielo. Se ven tantas cosas que uno ni siquiera se podía haber llegado a imaginar que podrían existir, que vale la pena correr el riesgo de morirse en medio de la nada.
Llegamos a Atocha, se bajaron unas cuantas personas ahí y pudimos movernos un poco. Es el lugar más feo del mundo. Las casas parecen utileria de una mala película, pedazos de cartón clavados en la montaña, esperando la primera lluvia para desintegrarse. El olor del lugar es horri-ble, todo el mundo debe cagar en la calle, incluso vimos un cartel que decía: Prohido defecar, al que suponemos que nadie le hace caso, porque el olor era terrible allí. No creo que ninguna casa del lugar tenga baño.
Después de Atocha el viaje se vuelve algo más calmo, se bajó mucha gente del micro y pudimos ir más cómodos, llegamos a Uyuni como a las cinco de la tarde, 10 horas para hacer más o menos 250 kms. Uyuni es un pueblito, en éste al menos no se ve nada de sal. Los micros te dejan en la calle, lo más triste de llegar a un nuevo lugar es tener que salir a buscar hospedaje con los bolsos colgados del hombro. Caminamos unas cuadras, preguntamos en un par de lados, y terminamos consiguiendo una buena habitación por 30 bolivianos. Después de eso empezó el derrotero para conseguir una excursión, ofrecen una cada dos metros, el lugar está lleno de extrajeros, casi todos europeos que contrastan y mucho con la gente de aquí. Todas las agencias de turismo te ofrecen el mismo recorrido, el mismo menú en el almuerzo que va incluido en el paquete, y casi el mismo precio, hay excurciones de un día, de dos y de tres, sacamos la de uno.
Me bañe con agua helada, el baño compartido tenía la misma ducha de La Quiaca, esa lamparita plástica y electrica que no sirve para nada y que nunca se calienta, el frío que hace acá a la noche es terrible, las cuatro frazadas que hay en la cama no son exageradas. Quisimos comer algo pero los precios de los lugares son terriblemente caros, se aprovechan de los euros que traen desde europa, así no se fomenta el turismo en un lugar. Mañana a la mañana empieza la excursión al salar, ya sacamos los pasajes para viajar a Potosí a las siete de la tarde.

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